lunes, 10 de octubre de 2011

La reina

Victoria I de Inglaterra
(1819-1901)
La reina Victoria de Inglaterra ascendió al trono a los dieciocho años y se mantuvo en él más tiempo que ningún otro soberano de Europa. Durante su reinado, Francia conoció dos dinastías regias y una república, España tres monarcas e Italia cuatro. En este dilatado período, que precisamente se conoce como "era victoriana", Inglaterra se convirtió en un país industrial y en una potencia de primer orden. Nació el 24 de mayo de 1819, fruto de la unión de Eduardo, duque de Kent, hijo del rey Jorge III, con la princesa María Luisa de Sajonia-Coburgo, descendiente de una de las más antiguas y vastas familias europeas. Perdió a su padre cuando sólo contaba un año de edad y fue educada bajo la atenta mirada de su madre, revelando muy pronto un carácter afectuoso y sensible, a la par que despabilado y poco proclive a dejarse dominar por cualquiera. Muerto su abuelo Jorge III el mismo año que su padre, no tardó en ser evidente que Victoria estaba destinada a ocupar el trono de su país, pues ninguno de los restantes hijos varones del rey tenía descendencia. Cuando se informó a la princesa a este respecto, mostrándole un árbol genealógico de los soberanos ingleses que terminaba con su propio nombre, Victoria permaneció callada un buen rato y después exclamó: "Seré una buena reina". Apenas contaba diez años y ya mostraba una presencia de ánimo y una resolución que serían cualidades destacables a lo largo de toda su vida. Jorge IV y Guillermo IV, tíos de Victoria, ocuparon el trono entre 1820 y 1837. Horas después del fallecimiento de éste último, el arzobispo de Canterbury se arrodillaba ante la joven Victoria para comunicarle oficialmente que ya era reina de Inglaterra. Ese día, la muchacha escribió en su diario: "Ya que la Providencia ha querido colocarme en este puesto, haré todo lo posible para cumplir mi obligación con mi país. Soy muy joven y quizás en muchas cosas me falte experiencia, aunque no en todas; pero estoy segura de que no hay demasiadas personas con la buena voluntad y el firme deseo de hacer las cosas bien que yo tengo". La solemne ceremonia de su coronación tuvo lugar en la abadía de Westminster el 28 de junio de 1838. La tirantez de las relaciones de Victoria con su madre, que aumentaría con su llegada al trono, se puso ya de manifiesto en su primer acto de gobierno, que sorprendió a los encopetados miembros del consejo: les preguntó si, como reina, podía hacer lo que le viniese en real gana. Por considerarla demasiado joven e inexperta para calibrar los mecanismos constitucionales, le respondieron que sí. Ella, con un delicioso mohín juvenil, ordenó a su madre que la dejase sola una hora y se encerró en su habitación. A la salida volvió a dar otra orden: que desalojaran inmediatamente de su alcoba el lecho de la absorbente duquesa, pues en adelante quería dormir sin compartirlo. Las quejas, las maniobras y hasta la velada ruptura de la madre nada pudieron hacer: su imperio había terminado y su voluntariosa y autoritaria hija iba a imponer el suyo. Y no sólo en la intimidad; también daría un sello inconfundible a toda una época, la que se ha denominado justamente con su nombre. El 10 de febrero de 1840 la reina Victoria contrajo matrimonio. Se trataba de una unión prevista desde muchos años antes y determinada por los intereses políticos de Inglaterra. El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, alemán y primo de Victoria, era uno de los escasísimos hombres jóvenes que la adolescente soberana había tratado en su vida y sin duda el primero con el que se le permitió conversar a solas. Cuando se convirtió en su esposo, ni la predeterminación ni el miedo al cambio que suponía la boda impidieron que naciese en ella un sentimiento de auténtica veneración hacia aquel hombre no sólo apuesto, exquisito y atento, sino también dotado de una fina inteligencia política. Alberto fue para Victoria un marido perfecto y sustituyó a lord Melbourne en el papel de consejero, protector y factótum en el ámbito de la política. En adelante, tanto ella como su marido mostraron una acusada predilección por los conservadores, siendo frecuentes sus polémicas con los gabinetes liberales. Con el nacimiento, en noviembre de 1841, del príncipe de Gales, que sucedería a Victoria más de medio siglo después con el nombre de Eduardo VII, la cuestión sucesoria quedó resuelta. Puede afirmarse, por lo tanto, que en 1851, cuando la reina inauguró en Londres la primera Gran Exposición Internacional, la gloria y el poder de Inglaterra se encontraban en su momento culminante. Es de señalar que Alberto era el organizador del evento; no hay duda de que había pasado a ser el verdadero rey en la sombra. Fue en 1861 cuando Victoria atravesó el más trágico período de su vida: en marzo fallecía su madre, la duquesa de Kent, y el 14 de diciembre expiraba su amado esposo, el hombre que había sido su guía y soportado con ella el peso de la corona.  Victoria nunca dejó de dar muestras de su férrea voluntad y de su enorme capacidad para dirigir con aparente facilidad los destinos de Inglaterra.la convirtió en símbolo de la unidad imperial al coronarla en 1877 emperatriz de la India, después de dominar allí la gran rebelión nacional y religiosa de los cipayos. La hábil política de Disraeli puso asimismo el broche a la formidable expansión colonial (el imperio inglés llegó a comprender hasta el 24 % de todas las tierras emergidas y 450 millones de habitantes, regido por los 37 millones de la metrópoli) con la adquisición y control del canal de Suez. Londres pasó a ser así, durante mucho tiempo, el primer centro financiero y de intercambio mundial. Un sinfín de guerras coloniales llevó la presencia británica hasta los últimos confines de Asia, África y Oceanía.Durante las últimas tres décadas de su reinado, Victoria llegó a ser un mito viviente y la referencia obligada de toda actividad política en la escena mundial. Su imagen pequeña y robusta, dotada a pesar de todo de una majestad extraordinaria, fue objeto de reverencia dentro y fuera de Gran Bretaña. Su apabullante sentido común, la tranquila seguridad con que acompañaba todas sus decisiones y su íntima identificación con los deseos y preocupaciones de la clase media consiguieron que la sombra protectora de la llamada Viuda de Windsor se proyectase sobre toda una época e impregnase de victorianismo la segunda mitad del siglo. Su vida se extinguió lentamente, con la misma cadencia reposada con que transcurrieron los años de su viudez. Cuando se hizo pública su muerte, acaecida el 22 de enero de 1901, pareció como si estuviera a punto de producirse un espantoso cataclismo de la naturaleza. La inmensa mayoría de sus súbditos no recordaba un día en que Victoria no hubiese sido su reina.

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